martes, 14 de diciembre de 2010

El rol pedagógico del docente, en la formación de una ciudadanía democrática

Creemos en una revolución pedagógica, para la educación, desde la persona humana, acompañada de una necesaria revolución de las estructuras y condicionamientos operantes, pero no una sobre la otra o una haciendo desaparecer a la otra, en un esquema polarizado que no está acorde con nuestra naturaleza.

Por eso, mis disculpas, por estas ideas sobre el acontecer existencial de los jóvenes, que quizá son sólo el producto de una visión histórica muy particular. Damos a conocer lo que pensamos en una forma que hemos denominado dimensiones. Ello nos acomoda y no deben ser ordenadas necesariamente de manera lineal o jerárquica. También se pueden combinar y saltar, o cambiar de orden, pero lo que es claro, después de haberlas releido, es que ellas guardan el orden de una temporalidad, bastante cronológica, en la cual se enmarca la vida de todo joven.


Dimensión original: el reconocimiento del mundo.

Quizá uno de los impactos más grandes que tiene todo niño que comienza a vivir su pubertad y adolescencia, es darse cuenta que no está sólo, sino inserto en un mundo con otras personas. Ya no de manera casual, por decirlo de alguna manera, sino en una relación de necesidad mutua vital, antes no sentida. Los otros, sus pares (amigos del barrio, del colegio, compañeros, etc.), vuelven a ser un hecho, un referente de importancia para su vida, como lo fueron en su infancia sus padres y sus mayores. Los pares son un reflejo permanente del quién soy yo (son mi propio espejo), así como los padres, que además son modelos de conducta, a los cuales imita y sobrevalora buscando en ellos una fuente de seguridad afectivo. Comienzo a pensar y sentir desde “mi mismo” (de ahí la primera persona que emplearemos a futuro). Percibo con claridad que mi mundo no es solo mi mundo, sino que a el se integran de manera suave y limpia o de forma violenta y grosera, otros elementos con los cuales deberé compartir durante toda mi existencia. Este primer reconocimiento, muchas veces precede al descubrimiento pleno de mi propio yo, ya que los otros actúan como espejos de mi propio ser, mostrándome los aspectos positivos y negativos que existen en mi ser personal.

Dimensión segunda: el reconocimiento de “mi mismo”. Mi cuerpo y sus potencialidades.

La presencia de los otros es un reflejo de quien soy. Mi “estiramiento” y “crecimiento” corporal es re-flejado por los otros con múltiples tallas y bromas relativas a ese cambio corporal. Siento y veo que mi cuerpo se transforma con características muy distinguibles (pubertad), que nacen nuevas energías vitales (entre ellas la sexualidad), y que el mundo alrededor no me es indiferente, sino motivos de alegrías y sufrimientos afectivos sentidos de manera muy intensa. Soy la intensidad y la pasión, se podría decir del joven en esta etapa de renacimiento hacia el mundo. Mi cuerpo es mi mejor compañero, mi más fuerte aliado, la vía de realización de esa energía desbordante que nace en mi, día a día. Mi cuerpo soy yo, casi ilimitado en mi imaginación, si no es porque este tiene límites espaciales y temporales (sentido de realidad). Mi cuerpo es, por otra parte, y paradójicamente mi propio límite, la imposibilidad de trasladarme espacial y temporalmente de un lado a otro, de una etapa a otra. Es mi más clara conexión a la realidad.

Tercera dimensión: conocimiento de mis cualidades y limitaciones.

El conocimiento de mi cuerpo me lleva necesariamente a conocer mis límites existenciales, como ya lo hemos dicho, pues en éste radica el sentido de realidad (por los limites espacio-temporales que nos impone). Nada puedo hacer sin estos límites, los cuales me llevan a su vez a conocer mis propias cualidades y mis propios defectos. Cualidades que se descubren, en mi mundo físico, pero a la vez en mi propia afectividad y en mi capacidad intelectual. Soy capaz de querer, de amar; soy inteligente, seré capaz de asumir los desafíos que me impone el sistema educacional y mi necesidad de capacitarme. Conozco, además, mis propias limitaciones y defectos nacidos de la afectividad: las contradicciones entre mis deseos y mis posibilidades reales; mi incapacidad de dejar lo estrictamente placentero y asumir el sacrificio del trabajo, mi imaginación siempre desbordante. El conocimiento cabal de mis cualidades y limitaciones me permite tener un mayor grado de tolerancia y frustración frente a los naturales fracasos que voy teniendo en la existencia, lo cual fortalece mis posibilidades de enfrentar la realidad de manera adecuada.

Dimensión cuarta: “obstaculizadores” del conocimiento de mi mismo

Los últimos elementos señalados nos juegan siempre una mala jugada, ya que tienden a quedarse con nosotros, no permitiendo el crecimiento y la aceptación de la realidad y con ello el paso a la madurez. Muchos nos quedamos en la etapa de lo placentero, creyendo que el mundo y nuestras propias vidas se pueden construir desde el mundo de “lo imaginado”. Quizá, este sea el principal obstáculo para seguir avanzando en el desarrollo personal, al igual que los miedos, surgidos de las inseguridades que hemos recogido en las etapas anteriores de nuestra existencia. Un niño poco apoyado, inseguro, violentado, es un joven adolescente lleno de temores e inseguridades. Es un ser que busca en el adulto “un ser escuchante”. De ahí el rol fundamental de educador que tiene todo profesor(a). El joven no puede, muchas veces, vencer estos temores sin el apoyo cariñoso de un adulto que lo acompañe y apoye. La presencia del adulto es, por lo tanto, indispensable en esta etapa de la vida y ahí el profesor tiene un papel importante que jugar como intermediador en las relaciones padres-hijos, que muchas veces se ven dificultadas naturalmente por el proceso de crecimiento de los jóvenes.

Quinta dimensión: la aceptación de mi propio ser y su existencia (vocación e identidad)

De ahí que mi primer paso de crecimiento consciente es el aceptarme como soy y asumir las circunstancias en las cuales he debido vivir. No crezco rechazando lo vivido, sino aceptándolo, como un dato de la realidad que no es posible rechazar ni anular. Lo vivido ya está, fue un hecho, es una realidad. Pero fue y lo es, pero sólo en mi experiencia existencial. El aceptar los datos dolorosos vividos en el pasado, que son los que no nos permiten avanzar, ya que nos marcan y nos estructuran rígidamente, es otro de los principales elementos que debemos asumir con voluntad, es decir, con el decir y decidir “yo quiero tal o cual cosa”. La puesta en marcha de una voluntad creciente, como un proceso constante y progresivo es una de las buenas fórmulas para crecer y desarrollarnos como jóvenes. Al puedo intelectual es necesario unirle el quiero de lo voluntad, aquello que nos hace ponernos en acción, en movimiento, a la búsqueda de la superación de los obstáculos que nos presenta nuestra propia vida.

Sexta dimensión: posibilidad de relación con el otro (el asombro de la existencia del otro)

Es en esta etapa de la vida humana cuando el otro y los otros me asombran y se me convierten en un mundo por descubrir. Todo está por descubrir en mi mismo y a la vez, compartir con los otros. Pero no todos los otros, sino sólo los elegidos, con los que se identifican con mis propias cuitas En este juego de intercambios, descubro al otro y me descubro a mi mismo en una rica relación de gozo, placer, penas, tristezas y proyectos comunes. Es la época de la hermandad, de las promesas sin fin, para toda la vida. Es etapa de relaciones con ilusiones, donde todo es posible en compañía del otro que quiero. Quizá como nunca es en esta etapa de la vida cuando soy capaz de compartir proyectos colectivos con una fuerza que quizá nunca después volveré a tener. Por eso las amistades de esta etapa son las que mas perduran, las que se prometen afectos eternos y asumen compromisos para toda la vida. Es durante este período cuando en el mundo de los otros me vuelvo ciego de luz.

Dimensión séptima: el reconocimiento del otro en cuanto otro, distinto a mí.

No obstante la ceguera del momento inicial, mi ser demanda una atención especial desde mi mismo. El otro, si bien importante para mi existencia, puede ahogarme con su impulso vital y desestructurarme, no dejándome ser lo que debo ser. Es el momento de las grandes influencias, buenas o malas para mi propio desarrollo. Mi ser se impulsa hacia su propia realización y todo aquello que no esté en esa ruta, lo siento atentatorio o enfermo. Los jóvenes lo saben y lo comprenden. Por eso tiendo, en un segundo momento con el otro, a reconocer en si un ser distinto a mí. Me desilusiono, no del otro, sino de mis propias imaginarias expectativas y comienzo a reconocer que ese otro (un amigo, mi pololo, mi compañera, etc.) es un individuo que también es “una existencia única e irrepetible” como lo soy yo y que necesita sus espacios propios y tiene sus intereses particulares, distintos quizá a los míos. Comienzo a comprender que el otro también necesita de sus propios espacios, de su propia intimidad. Y me cuesta reconocerlo, muchas veces con dolor.

Octava dimensión: mis espacios invadidos y mi sentido de realidad

El otro es un conjunto de intereses, muchas veces distinto a los míos. Estos se topan, se tratan de adaptar, pero muchas veces entran en contradicción. Se establece así una lucha de contrarios, por ocupar los espacios sociales existentes, especialmente en los grupos en los cuales participamos más activamente (curso, grupo de amigos, iglesia, scout, etc.) llegando muchas veces al conflicto que, así visto, es un proceso normal que se vive en todo grupo humano, más aún en aquellos en los cuales sus miembros están fijando los espacios sociales de sus propias existencias. Los intereses del otro son elementos que invaden una realidad que se está construyendo: la mía, la mía propia. Por eso la debo proteger y utilizo distintos medios para sustentarla, que van desde el enfrentamiento sincero, la manipulación afectiva o la abierta confrontación. Por lo tanto, fijo mis espacios y mi realidad.

Novena dimensión: hacia la configuración de un espacio vital propio (yo y los otros)

Este espacio propio comienza a ser llenado de contenidos y sentido (identidad personal). Yo, como joven, comienzo a determinar cuáles serán los valores propios que sustentaré, mis normas de comportamiento, el tipo de relaciones interpersonales que estableceré con mi entorno y el modo como enfrentaré afectivamente mi existencia. Es en este momento cuando comienzo a determinar cual será mi propio espacio, en el cual podré cohabitar con los otros y compartir parte de mi propia identidad personal y social. Este espacio, construido a fuerza de permanentes intentos de desarrollarme a mí mismo, es lo que me sustentará en el futuro. De ahí la importancia de que los educadores trabajen el “proyecto de vida” de cada alumno, especialmente en el ámbito de la orientación y las jefaturas de curso.

Dimensión décima: mis proyecciones hacia el mundo y los otros. La búsqueda de un sentido.

Es en esta etapa del crecimiento humano cuando comienza a cristalizarse el proyecto de vida personal y social. El joven, con todas las experiencias vividas, con una identidad más clara que le permite una visión mas nítida sobre si mismo, sus potencialidades y carencias, comienza a fortalecer lo que en una primera etapa se veía como difuso: su proyecto de vida personal. La idea de que las cosas hay que realizarlas con un sentido y proyección, es parte importante de la superación de la adolescencia para pasar a ser un joven maduro. La idea de proyectarse hacia los otros, en cuanto otros, y hacia el mundo, con mi propia especificidad es posiblemente uno de las tareas mas hermosas que realiza todo joven en esta larga tarea de construirse como persona. No obstante el joven se pregunta sobre el sentido que tiene su propia existencia. Es la época de las grandes interrogantes sobre la trascendencia, sobre la religiosidad, sobre el destino, en definitiva, sobre el sentido de la propia existencia. El debate intenso, las opciones radicales, pueden ser en este momento parte importante de la vida cotidiana de la vida de todo joven.

Décimo primera dimensión: la familia, los amigos, la institución. El espacio de lo social.

Esta proyección, la más de las veces ya experimentado el primer amor, se centra en la constitución de una familia (especialmente entre los jóvenes más pobres), en la consolidación de los amigos más permanentes y se hacen proyectos para intervenir más activamente en alguna dimensión de lo social, de lo político o de lo religioso, del deporte o de cualquier otra actividad que exiga compromisos fuertes en los cuales pueda demostrar mi propia identidad (como hombre y mujer que soy). Normalmente estas tareas se entremezclan de manera notable: los amigos muchas veces coinciden con las experiencias sociales más significativas (política, grupos de iglesia, clubes, etc.) y en muchas ocasiones estos espacios sociales son lugares de encuentro de las semillas familiares. El joven o la joven tienen así, en este enorme desafío, un tremendo desgaste, pero la naturaleza es sabia, pues le da a los jóvenes las energías suficientes para enfrentar dicho proceso, que los más adultos o más pequeños no tienen como enfrentar. La energía y la fuerza suplen, sin duda, la falta de experiencias en estas materias.

Décimo segunda dimensión: los valores y el encuentro de lo trascendente.

Es en este momento de búsqueda de un sentido, cuando comienzan a entrelazarse las preguntas sobre los valores y sus proyecciones hacia lo trascendente. La explicación del acontecer cotidiano y sus hechos de mayor relevancia, no pueden ser respondidos mediante simples respuestas explicativas causales y unidimensionales. La razón no es suficiente (por lo menos para la mayoría), para explicar lo grandioso del orden universal y la finitud de cada ser humano. Las preguntas sobre las respuestas más trascendentes aparecen como borbotones y es esta etapa cuando el joven encuentra su mas profunda vocación: la religión, el arte, la justicia, la educación, la naturaleza, la política, la historia y tantas otras largas de describir, que son las que marcarán, casi de manera ineludible, sus inclinaciones de estudio, laborales o de actividades múltiples. Se descubre la vocación más profunda, como un llamado a ser tal persona y no otra.

Décimo tercera dimensión: la aceptación de mi relatividad. Mi pequeñez esencial.

El descubrimiento de las respuestas trascendentes, la infinitud del universo, del tiempo y el espacio tal como lo concebimos, son motivos para que el joven descubra, pese a su fuerza y vigor, que su ser es muy pequeño y relativo. En su vida ya ha descubierto la enfermedad y seguramente la muerte de alguno de sus mayores. No es, en el contexto de la realidad que lo circunda, con toda su multivariedad de eventos, hechos y elementos, sino un ser pequeño y débil que debe considerarse con una escasa posibilidad de cambiar todo el mundo, tal cual se lo había imaginado. Descubre que el mundo no cambia hacia donde el quiere, pese a todos sus esfuerzos. El mundo es un proceso lento y casi infinito, que no cambia porque el joven quiere que cambie. El peso de esa trascendencia e infinitud hacen que el joven sabio (no cualquier joven) comprenda que su destino no es la individualidad y que el mismo está ligado al destino de otros de su generación y de generaciones distintas a la suya. Nace la idea y la vivencia de la solidaridad, aquel amor social que se expresa de tan distintas maneras en el servicio o en la comprensión del otro, entre las cuales la humildad y la tolerancia se plantean como dos valores dignos de ser destacados en esta etapa de la vida del joven, que pasa lentamente a ser un adulto.

Décimo cuarta dimensión: la aceptación de la posibilidad de la muerte.

La humildad le permite al joven aceptar uno de los hechos mas certeros en la vida de toda persona: la posibilidad cierta de la muerte, como un hecho del cual no podemos escapar. Ella nos espera como una barrera que debemos cruzar, querámoslo o no. Un joven que sabe, comprende y acepta el hecho de la muerte puede llegar a ser un hombre sabio o una mujer sabia. También puede, del mismo modo, proyectarse desde su juventud hacia su adultez, con proyectos personales, familiares y sociales ricos en posibilidades, en torno a los cuales construir su propia existencia. Quizá este es uno de los grandes desafíos que tienen los educadores que y trabajan con jóvenes de los últimos años de la educación media o formación universitaria.

Dimensión quince: el sentido de realidad y la aceptación de la misma.

Nos queda poco que decir de acuerdo a lo que nos propusimos inicialmente: dar una visión general del desarrollo humano de los jóvenes. No desarrollo psicológico, biológico o social, sino dar una mirada mas holística a este proceso tan complejo que es el desarrollo de los jóvenes entre los 13 y 20 años, edad en la cual se cimientan las raíces de una madurez mas plena. El asumir el mas pleno “sentido de realidad” es quizá el mayor desafío con el cual se encuentra el joven para pasar adecuadamente a la edad adulta. Quizá esta aceptación de la realidad nunca se presente con toda la plenitud que es necesario, pero por algo esto será. La realidad, por si misma, no es capaz de llenar el corazón del hombre, salvo que esta guarde en sí, la posibilidad de la imaginación y la utopía, la trascendencia y la fe en el futuro que está por venir. La vida del joven se construye a medida que va aceptando estos elementos de la realidad, tan dura y dolorosa para muchos. En este trayecto necesita compañeros y modelos que lo orienten y le sirvan de estímulo para vivir. En esta tarea, sin duda, los educadores tienen un rol importante para consolidar la vida actual del joven y las bases de lo que será el futuro adulto.




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